Fueron los
formalistas rusos los que dijeron que hay tratar la obra en sí misma
como un espacio cerrado y único, aislándola del creador y del
contexto, es decir, fijándose sólo en lo que la obra es y dice y no
en cómo, cuándo y por quién fue realizada. Estas teorías,
aplicadas a la literatura fundamentalmente, dejaban fuera al autor
del continuo estudio que los críticos hacían de las personas que
escribían.
Evidentemente el
formalismo ruso era excesivo con esta teoría. Es necesario aislar la
obra, sí, pero no puede desligarse completamente del autor y de
algunos sucesos de su vida. Lo vivido marca en ocasiones lo escrito y
sobre todo marca a la persona que realiza la obra, modifica su vida.
Vida y escritura
tienen una relación que en muchos casos es evidente, sin que por
ello haya que hacer una biografía de cada autor en los análisis de
la obra y relacionar cada suceso de su vida con su obra.
Otra cosa muy
distinta es el prejuicio. La obra de muchos grandes escritores ha
sido ninguneada u olvidada por las acciones que esos individuos
realizaron durante su vida. Muchos desprecian un libro por el nombre
que lo firma, sin juzgar la obra, juzgan al autor y por eso renuncian
a leerla sosteniendo de antemano que no hay nada bueno en ella si la
firma quien la firma.
Muchos escritores
españoles de posguerra han sido estigmatizados por este hecho. Desde
Torrente Ballester a Leopoldo Panero. Muchos escritores del sur de
Estados Unidos, hijos de su tiempo, lo han sido por sus opiniones
sobre el racismo. La obra de Celine ha sido rejuzgada y ninguneada,
así como su aniversario, por sus opiniones políticas y no por su
trabajo literario.
Los formalistas
rusos tenían razón en algo: la valía de una obra no depende del nombre del autor ni de la vida de este. Para el estudio de la misma
sí será necesario conocer a quien la escribió, pero no es lícito
juzgarla sin leerla, juzgarla por los hechos extraliterarios de quien
la firma.
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