Atormentado por mis recuerdos
traumáticos (desde que leo la prensa todo me parece una pesadilla
continua, una película de terror, una escena de guerra) busco la
forma de eliminar de mi mente todo ese dolor que voy acumulando y que
se me junta en las zonas del cerebro que para mí son más
accesibles.
No sé por qué almaceno eso y no el
gol de Iniesta o un soneto de García Nieto. Querría dar de
carrerilla la alineación de la final de la Eurocopa, pero sólo me
sale la cara de Sánchez Gordillo, los productos contaminados del
Mercadona y la prima de riesgo montada en un avión a reacción.
Para borrarlo se me ocurrió visitar un
cercano lupanar. Para el que no lo sepa un lupanar es un prostíbulo.
O una casa de putas. Gracias a Dios, con la crisis los prostíbulos
se han generalizado y quieras que no siempre hay alguien dispuesto a
aceptar dinero. Aunque sea a cambio de sexo.
Horas después, muerto de
arrepentimiento por haber ido a un lupanar y haberme acostado con
todas las muchachas que pude pagar (que fue una), seguía teniendo la
misma sensación.
Ya en casa abrí una cuenta en Badoo. A
los diez minutos tenía una cita con una chica del barrio de al lado.
A los veinte minutos estábamos desnudos. A los treinta minutos ella
fumaba un cigarro. A los cuarenta volvimos a intentarlo. A los
cincuenta llamó su marido. Pero seguía con una sensación
sanguinolenta en los recuerdos.
La mujer se fue. Presa de un furor
sexual que no recordaba desde los quince años, salí a un bar de
regeaton (ya sé que otro día lo escribí distinto, pero qué
queréis, sigo sin saber cómo se escribe). Encontré una mujer
dispuesta a acostarse conmigo. No era joven ni guapa. Me llamaba
papito. Yo a ella no la llamaba mamita, aunque podría haber sido mi
madre. Una hora después yo me iba de su casa en un descuido suyo.
En el trayecto hacia mi casa recordé
lo mismo de antes y que estoy profundamente enamorado de ti. El sexo
no borra la memoria.