El bien y el mal, en
continua y supuesta lucha, pueden ser fácilmente distinguibles a
primera vista, pero la ficción se ocupa en muchas ocasiones de
mostrar que esas líneas, que la frontera que separa a ambos no es
tan clara, no se puede separar.
Si, para hacer el
bien, para cambiar las cosas, Batman tiene que ser el caballero
oscuro, el hombre malvado que pierde el control y que en su exceso se
cree por encima de las leyes, supone que tiene que usar el mal para
hacer el bien. Esa es una continua pelea del héroe, la del hacer el
bien desde fuera de la ley, saltándose leyes y procedimientos,
usando los mismos métodos que los malvados, convirtiéndose en ellos
para conseguir sin embargo el propósito contrario.
En Adiós pequeña,
adiós tenemos el caso contrario. Un hombre simple que trabajando al
margen de la ley, incluso tomándose la justicia por su mano, ve que
la ley es insustituible, que nada existe por encima de la ley, sobre
todo de la ley natural, de aquella que marca al hombre desde su mismo
nacimiento.
Puesto en la
tesitura de hacer lo mejor, de que la situación acabe de la forma
feliz y hasta deseada por el espectador, el protagonista elige lo
correcto, elige el bien absoluto, la ley natural de que la familia es
lo adecuado, la ley que conoce de toda la vida.
El resultado es el
que el espectador esperaba, nada cambia, todo sigue igual que al
principio y el otro final, el de elegir soslayar la ley hubiera sido
mejor. Pero el protagonista, apoyado en su ley, afronta con
estoicismo su elección, la que ha hecho perder la vida a hombres
buenos, la que le ha costado su amor y su vida. Como un caballero
blanco, reverso del oscuro que hace el bien ocultado desde el mal, ha
hecho el bien, sin mirar las consecuencias. Simplemente porque es lo
correcto.
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