En toda narración hay una serie de elementos necesarios: narrador, personajes, acción, tiempo y espacio. Ese espacio que sirve para situar la narración conforma de alguna manera también el carácter de los personajes. Cumbres borrascosas es un ejemplo claro de ello. Pero el ambiente que nos rodea es evidentemente una circunstancia que modifica nuestra vida, nuestro ser mismo.
Paseando por nuestros pueblos y ciudades podemos contemplar el paisaje desolado de un tiempo en crisis. Esqueletos de edificios que se levantaron y nunca se terminaron. O que se terminaron y permanecen sin embargo con las ventanas tapadas para demostrar que están cerrados, que están ahí pero no existen.
Fábricas cerradas y semidestruidas. Muros que caen. Tejados que han desaparecido. Vigas al aire. Símbolo del poder que tuvieron esos lugares y del que ya no tienen, templos del dinero abandonados cuando ya no podían producirlo.
Polígonos con socavones, con naves vacías, con calles llenas de basuras y muebles, polígonos que un día tuvieron el poder y que ahora sirven para los ladrones de cobre, para los que quieren lucrarse con los desechos de la realidad.
Carteles de se vende o se alquila por todas partes, perennes, descoloridos por el sol, por la lluvia, por el paso del tiempo, que pese a todo los mantiene ahí, aunque nadie nunca pensó en comprar, aunque nunca nadie vaya a comprar.
Todo ese paisaje cotidiano de los derruido, de los restos de lo que un día fuimos va conformando poco a poco nuestra realidad, nuestra historia, rodeados de ruinas como lo estaban los hombres de la Edad Media (los romanos ya caídos, su antiguo esplendor y seguridad, perdidos). Ruinas que entran poco a poco en el mundo del arte, de las narraciones creando historias de terror más genuinas que las muestran un monstruo asesino.
Paseando por nuestros pueblos y ciudades podemos contemplar el paisaje desolado de un tiempo en crisis. Esqueletos de edificios que se levantaron y nunca se terminaron. O que se terminaron y permanecen sin embargo con las ventanas tapadas para demostrar que están cerrados, que están ahí pero no existen.
Fábricas cerradas y semidestruidas. Muros que caen. Tejados que han desaparecido. Vigas al aire. Símbolo del poder que tuvieron esos lugares y del que ya no tienen, templos del dinero abandonados cuando ya no podían producirlo.
Polígonos con socavones, con naves vacías, con calles llenas de basuras y muebles, polígonos que un día tuvieron el poder y que ahora sirven para los ladrones de cobre, para los que quieren lucrarse con los desechos de la realidad.
Carteles de se vende o se alquila por todas partes, perennes, descoloridos por el sol, por la lluvia, por el paso del tiempo, que pese a todo los mantiene ahí, aunque nadie nunca pensó en comprar, aunque nunca nadie vaya a comprar.
Todo ese paisaje cotidiano de los derruido, de los restos de lo que un día fuimos va conformando poco a poco nuestra realidad, nuestra historia, rodeados de ruinas como lo estaban los hombres de la Edad Media (los romanos ya caídos, su antiguo esplendor y seguridad, perdidos). Ruinas que entran poco a poco en el mundo del arte, de las narraciones creando historias de terror más genuinas que las muestran un monstruo asesino.
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