Los pisos donde las mujeres recibían
eran un poco sórdidos. Solían ser bajos para que los clientes no
tuvieran que cruzarse con nadie en la escalera. Y solían tener pocos
muebles. Camas. Un sofá y una tele en el salón. Muchas toallas. Una
mesilla donde guardar preservativos y lubricantes.
Los pisos eran sórdidos. Al entrar
había que pasar rápido. Se trataba de no molestar. De que nadie
supiera que allí se pagaba por sexo. Era inmoral. Pero no era
delito. Hacían al cliente pasar a una habitación y las chicas que
estaban disponibles entraban de una en una y le besaban y decían un
nombre que era mentira.
De entre todas, edades variadas,
alturas diversas, acentos, pechos, colores diferentes para que el
cliente se hiciera la ilusión de que podía elegir entre una gran
variedad, para que pareciera que tenían todo lo que el cliente
pudiera desear, el cliente escogía una que era la que estaba con él.
Pero los pisos eran sórdidos y a
Miguel no le gustaban. Había más sensación de pecado. Y de delito.
Por eso sólo fue un par de veces. Tuvo que pensar otro sistema.
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