Cuando era joven, Miguel se enamoró de
una mujer. Perdió casi diez años de su vida en amarla. Sin ningún
sentido ni oportunidad. Mientras lo hacía, bloqueó todos sus
sentimientos, sus sensaciones y sus deseos. Mientras la amaba no fue
capaz de acostarse con otra mujer. Le guardó, pues, una fidelidad
estúpida e inútil, ya que ella nunca lo supo, ni él se la debía
por ningún motivo.
Miguel ni siquiera intentó acostarse
con otras. Simplemente no podía pensar en que eso era posible. Y no
lo hizo. Sabía que las mujeres eran hermosas. Se masturbaba pensando
en alguna de ellas. Pero no pensaba en acostarse realmente con ellas.
Y no lo hizo. No se acostó con ninguna mujer.
Después sí. Se acostó con mujeres.
Con algunas mujeres. Pagaba a esas mujeres. Era la mejor forma de no
tener problemas de moral por no quererlas, no llamarlas, no
preocuparse en escucharlas. No querer saber nada de ellas. Por eso
prefería pagar por sexo.
La primera vez le costó mucho hacerlo.
Era inexperto. Y estaba nervioso. Y sentía que estaba incumpliendo
todas las leyes morales que conocía. No estaba en contra de la
prostitución. Le parecía útil. Y necesaria. Y mejor de lo que se
decía en los libros. Pero su moral no estaba muy de acuerdo con
ello.
Pero en esa lucha entre su moral y su
deseo, ganó el deseo. Y pagar por ello le parecía mejor,
moralmente, que no hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario