Miguel admira la moral de los hombres
religiosos. Él, que habla con Dios y que le busca, no se siente
interesado por la religión. Su fe es privada. No necesita
compartirla con nadie. Que nadie más crea. Sólo necesita tener
claro en qué cree. Y hay días que no cree en nada. Esos días sale
también a correr. Y come. Y duerme. Pero tiene la sensación de que
todo es para nada. Nada sirve de nada.
La moral de los hombres religiosos
implica también su inmoralidad. Porque se la saltan. Pero es una
moralidad admirable. Miguel sabe que venga de donde venga, la premisa
ama al prójimo como a ti mismo es admirable. Y es necesaria. Para
llegar a ella Miguel ha tenido que vivir mucho. Los hombres
religiosos lo aprenden desde niños. Pero amar al prójimo es
complicado si no te amas a ti.
La moral de Miguel es más severa que
la de otros. No se deja hacer muchas cosas. Sabe que a veces la moral
es una excusa. Pero que casi siempre esa moral le salvará de sí
mismo. De su propia mirada en el espejo. De vivir horas y horas
despreciándose.
Los hombres religiosos pueden confesar
sus pecados. Ser perdonados. Miguel sólo puede ser perdonado por sí
mismo, y normalmente no lo hace. Sus pecados son olvidados. O son
llevados a un segundo plano en la memoria, en las cosas no
necesarias, no del momento presente. Pero no se perdona.
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