De
todos los poetas de la Generación del 27, Gerardo Diego es el más
incalificable. Autor de una obra enorme e indefinible, incluso
inabarcable, pasó de las vanguardias al clasicismo en apenas un
libro, y volvió después a buscar caminos diferentes por la poesía.
Con
un viraje continuo, su poesía va del amor a la religión, de la
naturaleza al misticismo, del hombre a los animales. No se puede
citar de Diego un libro como de muchos de sus compañeros de
generación, sino que hay que buscarle en poemas, como su celebérrimo
soneto a un ciprés de Silos.
Capaz
de la mayor perfección formal, su poesía, pese a todo, no es la que
más ha llegado de su generación. Sin el arraigo popular de Alberti
o Lorca, sin el toque vanguardista de Cernuda o Aleixandre, sin el
existencialismo de Dámaso Alonso, sin la cátedra y el conceptismo
(interno y externo) de Guillén o Salinas, Gerardo Diego siempre es
mencionado, pero sigue siendo un gran desconocido.
De
todos los miembros de esa generación que no es tan compacta como se
piensa, ni tan monolítica como decimos, ni tan amable como se podría
esperar, Gerardo Diego es el único que toma partido por el bando
sublevado durante la Guerra Civil. No va al exilio. No considera
injusto lo sucedido.
Ese
hecho político le distancia finalmente de un grupo de escritores e
incluso amigos que sí siente el exilio o que mueren o que sufren
represalias. Queda a un lado Gerardo Diego una vez más, citado y
desconocido, reconocido, como los cantantes, por un solo hit, por el
ciprés perfecto de Silos.
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