El
perfeccionismo es muchas veces el mal del artista. Muchos creadores
se han pasado la vida perfeccionando sus creaciones, en algunas
ocasiones una única creación. Y ejemplos hay en casi todas las
artes, desde la escultura hasta el cine, desde la escritura hasta la
pintura.
Juan
Ramón Jiménez, ya lo deciamos ayer, fue uno de eso perfeccionistas
que se pasó la vida cambiando y cambiando, corrgiendo, tanto, que en
muchos casos no pudo profundizar en lo demás que hacía, no pudo
ampliar su, por otra parte muy basta obra.
Otro
de esos perfeccionistas fue Flaubert. El autor de Madame Bovary
gustaba de que su obra fuera formalmente perfecta, que le gustase y
le convenciese. Y eso es siempre lo más difícil, que el autor se
convenza a sí mismo.
Madame
Bovary ya se aleja un poco de los tópicos realistas. Esa
preocupación formal de Flaubert la aleja de otras novelas de la
época, más preocupadas por el realismo, por la verosímilitud e
incluso por el naturalismo, la protesta y por qué no decirlo, la
sordidez. Flaubert introduce mucho de poesía, de lirismo en su obra
y eso se percibe al leer la obra, muy distinta de las de Zola o
Balzac.
Pero
ese afán poético y perfeccionista le viene de lejos al autor
francés. Desde joven llevaba diarios en los que escribía, tachaba y
aprendía a ser escritor contando mucho de lo que veía. Esos
documentos son casi un curso de cómo escribir, de cómo aprender y
seleccionar y perfeccionar y contar y narrar.
Esos
Cuadernos los publica estos días Páginas de Espuma como un
testimonio del proceso de conversión de Falubert en escritor y
también del proceso de escritura del autor. Un documento único que
también puede leerse como un diario e incluso como un manual para
escribir. Algo, en fin, que nos acerca a la escritura y al escritor
por partes iguales.
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