Que la poesía sea
una ficción nunca está demasiado claro. ¿Pasó lo que está
contando el poeta? ¿Es una invención suya? ¿Si fue real, pasó
como lo cuenta? ¿Hay narración en la poesía? Toda esa maraña de
complicaciones no queda demasiada claro y queda aún menos clara en
el caso de Fernando Pessoa.
Creador de
heterónimos, a los que no hay que confundir con seudónimos, Pessoa,
crea a los poetas de sus poemas como si de personajes de una novela
se tratara. Crea sus vidas y sus acciones. Y por último los hace
poetas. Y sólo lo hace para escribir los poemas que esos poetas
escribirían.
¿Qué hay del
propio Pessoa en esa poesía? ¿Cuánto de esa poesía que escribe es
realmente del heterónimo y cuánto de Pessoa? ¿Qué mezcla hay en
las vidas de uno y otros, cuánto conviven, cuánto se distancian?
Ese juego continuo,
que para Pessoa no era tanto un juego como una forma de considerar la
realidad desde todos los puntos posibles y matizada por las
experiencias que nunca tuvo, sitúa al lector en la curiosa situación
de estar leyendo la poesía escrita por un hombre que nunca existió,
la experiencia, la vida misma de un hombre que fue tan solo fingido.
Mirando a través de
la realidad que aporta la poesía a mundos ficticios, irreales,
imaginados, que son claros y parecidos a la realidad. Esa
multiplicidad permite a Pessoa contar varias vidas, no sólo la suya,
varias vidas imaginarias y diferentes e iguales.
Un amor, una
pérdida, un dolor, una nostalgia, una melancolía, todo eso lo
sienten los heterónimos de Pessoa, todo eso lo escribe de ellos
Pessoa y lo leemos nosotros como obra de esos hombres fingidos que
parecen reales.
Una poesía tan
variada como las voces que la animan, así es la de Pessoa, un hombre
multiplicado, un hombre fingido y oculto siempre, como un secundario
de sí mismo, de su propia imaginación.
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