Sylvia
Plath, corazón torturado, abrió la puerta de su horno un día frío
de marzo y metió dentro la cabeza para no volver más. Se metió en
ese horno como quien atraviesa una puerta al más allá, como quien
entra en un lugar nuevo y mejor. Como si volviera, incluso, al
vientre materno, al estado de eterna felicidad e inconsciencia.
Antes,
nos había dejado una obra llena de dolor y personalidad que aún hoy
es leída como el manifiesto de una infelicidad díficilmente
superable. Plath, autora de la poesía confesional, lo que en España
vendría a ser la poesía de la experiencia personal, se cuenta a sí
misma en su obra, cuenta su vida y su dolor, y también sus alegrías,
su pasión, sus esperanzas.
Antes
de meter la cabeza en el horno en un día de invierno en Londres (en
Febrero en Londres el horno parece mucho más acogedor que la calle,
mucho más acogedor que el metro o el frío o la lluvia), había
dejados escritos un buen número de poemas y una novela, La campana
de cristal, que también es casi una autobiografía.
Su
poesía, que se puede encontrar en español e incluso en edición
bilingüe tanto en visor, como en ariel, como en Bartleby, está
marcada por su vida: varios intentos de suicidio, internamientos
psiquiátricos, dos hijos con un hombre que acabaría por dejarla y
un posible trastorno bipolar contraen y elevan su poesía a tonos
dramáticos, épicos, tiernos, nimios.
Mito
del sufrimiento y del dolor, mujer torturada pero de inmenso talento,
Plath inspiró una canción de Ryan Adams, varias películas y
sobretodo a muchos autores y a muchas personas anónimas. Con apenas
31 años abrió la puerta del horno y entró en un mundo mejor. Al
menos en uno en el que pensaba que evitaría el dolor.
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