Algo fundamental que
aporta la ficción a la vida humana son los finales. La vida es un
continuo donde no hay un final o una sensación de final. Las cosas
se acaban normalmente sin un climax, simplemente terminan o poco a
poco se apagan. La ficción ofrece sin embargo la perfección de los
finales y de las explicaciones.
De hecho no hay nada
tan perturbador en una ficción como que el final no sea cerrado o no
termine o no dé las suficientes explicaciones, dejando al
espectador, al menos a la mayoría de ellos, sumidos en cavilaciones
y en respuestas que ha de dar él mismo.
El final de Los
Soprano, después de tanto tiempo, sigue produciendo ese efecto de
desasosiego entre los que lo ven. ¿Qué ha sucedido con Toni y su
familia? ¿Van a ser objeto de un atentado? ¿Ha muerto Toni antes y
lo que se ve es su sensación del cielo? ¿Significa que la vida
normal es la que se impone al final?
Pero, ¿realmente
importa ese final? Sopesando todo lo que las ficciones ofrecen antes
y después de que este se produzca, no, no debería importar
demasiado si tiene o no un final y cómo se desarrolle este, pero aún
así lo ansiamos y deseamos no sólo que se produzca, sino también
que de explicaciones a todas las interrogantes e historias que había
abierto esa ficción.
Los finales
abiertos, los finales sin final no terminan de enganchar al
espectador y eso remite a nuestra necesidad de que todo tenga un
final y este lo explique todo o a la costumbre cultural de que todo
tenga ese final, de que todo termine. Y es difícil que el público
se acostumbre a no tenerlo, ya que tantas y tantas veces en la vida
ese final no se produce y todo se queda abierto, sin respuesta, sin
final.
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