El problema es el
mismo de siempre, la gratuidad. El arte, la literatura, el cine, no
tienen por qué ser gratis. Pueden serlo si así lo elige su autor.
Pero lo justo y lo necesario es que los autores cobren por sus
creaciones, para que puedan obtener de estas beneficios que les
permitan seguir trabajando en esas disciplinas que tanto gustan al
público.
Bajo esta premisa,
la Unión Europea obliga ahora a las bibliotecas públicas a pagar un
canon por sus obras sujetas a derechos de autor. Es decir que de ese
canon se libran un gran número de obras disponibles en las
bibliotecas, todas aquellas que ya dispongan de derechos de autor
gratuitos.
Ese canon no tiene
que pagarlo, al menos de momento, el usuario de las bibliotecas sino
que saldrá de las arcas públicas. Dependiendo de la titularidad de
la biblioteca habrá de ser el Estado, la Comunidad autónoma o el
municipio correspondiente el que tenga que hacer frente a ese gasto.
Y aquí es donde nos
encontramos con el problema. Evidentemente es justo que el autor
perciba dinero por su trabajo. Y por lo tanto las bibliotecas deben
pagar, pero, ¿qué supondrá eso para unos centros cada vez más
abandonados y limitados económicamente? La primera consecuencia
evidente es que su presupuesto para nuevas adquisiciones quedará
mermado. Pero también habrá problemas como el mantenimiento de los
fondos, o el del personal que trabaja en los centros.
Ese pago justo y
estipulado no puede provocar que la calidad del servicio empeore. Así
que el esfuerzo deben hacerlo las instituciones públicas, las mismas
que cuando inauguran los centros o hablan de las dotaciones
culturales, esgrimen sus logros para conseguir votos.
En un contexto como
el actual, la cultura acaba por ser el patito feo de los
presupuestos, recibiendo menos de los que merece y necesita y
teniendo que trabajar muy por debajo de sus posibilidades ante una
demanda cada vez mayor al ser sus servicios mayoritariamente
gratuitos. Un problema que tiene pocos visos de solucionarse ya que
la cultura, en principio, no da réditos directos a las arcas
públicas. Y eso condenará siempre a estos servicios. Así que la
que es una buena noticia para los autores acabará siendo una mala
noticia para todos, porque, seguramente, acabará provocando mermas
en la calidad del servicio bibliotecario, servicio que es, en la
mayoría de los casos, excelente.
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