Una de las principales luchas del
artista es ser recordado. O repitiendo la frase que repite Javier
Marías, ser amado cuando falte. Que la muerte le sorprenda, pero que
no le sorprenda el olvido, pues este vendría a ser como una segunda
muerte. Mientras se recuerde lo hecho, una parte del artista seguirá
viva.
Las obras artísticas sirven para eso,
para luchar contra el olvido. Aunque la mayor parte se olvidan, no a
la muerte del autor, sino mucho antes. Las obras pierden vigencia.
Pierden interés. Pierden lo novedoso. Y pierden la perspectiva del
mundo, que avanza y se aleja de ellas, despreciando así lo que
ofrecían además de olvidándolas.
Muchos son los ejemplos de artistas
olvidados. Y hay cierto regodeo entre los consumidores de cultura a
la hora de descubrir autores que sólo ellos conocen y leen. Eso no
los saca del olvido, los convierte en recordados privados, como si
fueran deudos o familiares de los recordantes.
Adolfo Torrado fue uno de los
principales dramaturgos de postguerra. Sus obras eran éxito seguro.
Hizo un capital millonario. Sus estrenos estaban de bote en bote.
Pero no pasó el corte de la memoria. Consiguió vivir famoso y rico.
Pero la muerte le borró.
En el otro extremo, Salinger siempre
quiso ser olvidado. Y no hizo nada por ser reconocido. No existían
casi fotos suyas. Nada se sabía de él, salvo que había escrito dos
libros, El guardián entre el centeno y uno de relatos. No quería
ser recordado. Pero nadie olvida quién es. Tal vez Salinger
pretendiera el recuerdo y para ello posó con una imagen de falso
huidizo. Pero el recuerdo de sus obras siempre estará ahí. No podrá
dejar de estar en el foco.
Y como ellos muchos que se mueven entre
los dos aspectos. Entre el recuerdo y el olvido. Entre la fama y la
muerte definitiva. ¿Qué será en el futuro de nuestro tiempo? ¿Qué
será recordado? ¿Quién sobrevivirá a su propia muerte para estar
al menos en el recuerdo de los que vengan detrás? Difícil será
decirlo, porque esa partido aún se está jugando.
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