La muerte es un tema
clásico de la poesía. La presencia de la muerte como final de la
vida, como término y casi como nada a la que nos dirigimos ha guiado
a muchos poetas en su dirección. Y esos poetas han escrito sobre
ella, sobre el miedo a la muerte, sobre la aceptación o el rechazo o
la lucha contra la muerte.
Pero hay otra forma
de hablar de la muerte, la del presentimiento de la muerte. Imaginar
la propia muerte como para espantar el miedo que se tiene o para que
quede como epitafio y como deseo de encontrar el final de un modo
concreto.
Esos versos, esas
palabras premonitorias o imaginativas sobre la muerte podemos
encontrarlas en Lorca dice “Yo sé que mi perfil será tranquilo”
al hablar de su propia muerte, del cuerpo que nos dejará y que no
sabemos dónde está. Y también, en otro poema dice, que cuando
muera dejemos el balcón abierto para que hacia él sigan viniendo y
viviendo las cosas. Su final no tuvo balcones abiertos y seguramente
tampoco perfil tranquilo.
Vallejo dice
premonitoriamente “moriré en París con aguacero, una tarde como
ya tengo el recuerdo”. Efectivamente el poeta murió en París, con
apenas cuarenta y seis años, repitiendo la desgracia que sobre casi
toda su familia había caído, todos muertos jóvenes o prematuros. Y
murió en abril y tal vez sí hubiera un aguacero aquel día.
Jaime Sabines dice
“esta mañana imaginé mi muerte despeñado con el coche o de un
balazo” para acabar haciendo, como siempre en Sabines, un canto del
vitalismo, de lo carnal y de la vida plena y placentera “hay que
vivir a rastras, a gatas, como puedo”.
Los poetas eran
conscientes de su muerte, de que un día, lejano para unos, cercano
para otros, llegaría. Y todos tenían su forma de afrontarla, con
tranquilidad, con pena o con ese vitalismo final de Sabines.
Y sabían que
decirlo, que escribirlo, ya era una forma de sobrevivir, de acabar
con la muerte antes de esta les cogiera y les llevara. Una forma de
pelear todavía con las armas que tenían.
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