Si hace unas semanas
la noticia que nos llamaba la atención era la de que el Museo del
Prado tenía cientos de obras sin ubicar, perdidas, ahora es dos
apariciones extrañas la que nos llama la atención.
Que haya obras de
arte por las que otros pagarían millones por ahí olvidadas parece
más común de lo que se piensa. Si haciendo una obra en una casa
cualquiera puede encontrase entre sus paredes un viejo ejemplar del
Lazarillo, ocultado allí para evitar que la censura cayera sobre el
propietario y probable lector de la obra, ahora son cuadros los que
aparecen sin más.
En una maleta se ha
encontrado un Monet. Este cuadro parece que pudo ser expoliado por
los nazis y que el coleccionista alemán que guardaba en su casa
centeneaes de obras similares lo llevaba consigo cuando estaba en el
hospital. Ahora el cuadro deberá ser catalogado, verificado y
devuelto a sus posibles dueños, si es que se encuentran.
Hace unos meses se
encontró en los sótanos de la universidad de Yale un Velázquez. El
cuadro, convenientemente restaurado, será expuesto ahora para
disfrute de todos los aficionados y para estudio de los
investigadores.
Estos hechos
aislados nos hace reflexionar sobre lo efímero del arte. Lo que
puede o no valer una obra dependiendo del contexto en el que se
encuentre y de lo fútil de su materia. En cualquier momento una obra
de gran importancia puede ser perdida, olvidada, puede desaparecer.
Esa desaparición de
la que no nos hubiéramos enterado desata después ríos de tinta y
curiosas reacciones así como posibilidades de riqueza para muchos
que ni siquiera sabían que un cuadro pudo un día pertenecer a
alguien de su familia.
El arte, algo sin
más valor que el que le damos los espectadores, desaparece y
reaparece sin causar mayores trastornos en nuestra vida real. Lo que
deja abierta la pregunta de si es realmente importante.
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