El arte tiene
siempre un componente de riesgo. Y por qué no decirlo de
provocación. Llevar al espectador al límite de su comprensión y
hasta de su paciencia para conseguir que se abra a nuevas
experiencias, a nuevas realidades es algo con lo que el arte juega (o
quiere jugar, a veces es sólo pretensión lo que consigue).
En la música ese
límite ha sido puesto en cuestión muchas veces, por la música
sinfónica, por la ópera, por el ballet o por el dodecafonismo.
Stravinsky y La consagración de la primavera provocaron un enorme
motín en el público que asistía a su estreno. Y lo mismo sucedió
con Schoenberg y su dodecafonismo.
En los últimos años
la programación del Teatro Real de Madrid había sido arriesgada,
con obras que ponían a prueba a los abonados. Eso motivó un
descenso en los abonos del teatro y la desafección por parte del
público, acostumbrado a un repertorio más conservador.
Tras la muerte del
consejero artístico del teatro Gerard Mortier y su sustitución por
Joan Matabosch el catálogo de obras para la nueva temporada se ha
hecho más clásico, más conservador, lo que ha motivado casi dos
mil abonados más.
Entre la frontera
del arte y el negocio, el teatro se ha movido más hacia el negocio,
atrayendo a más abonados, pero ofreciendo una música no de menos
calidad, pero sí de menos riesgo, una música que busca más la
complacencia, que el estímulo de ver lo nuevo, de comprobar cómo
evoluciona el mundo de la música y sus tendencias nuevas.
La convivencia entre
arte y negocio siempre es compleja, pero en una institución pública,
que lucha por el mantenimiento y la popularización máxima del arte,
el arte debería prevalecer. Y con el arte un riesgo mayor, aún a
costa de perder algún abonado.
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