Por la mañana te costaba despertar. Yo
te susurraba “buenos días” al oído muchas veces y tú seguías
respirando, no sé si ignorándome, no sé si aún dormida. Yo me
levantaba y empezaba a hacer mi vida, sin ruido, para no despertarte,
un poco para darte el capricho de seguir dormida, un poco para darme
el capricho de seguir solo.
Por la noche me hablabas y me hablabas.
Te encendías y no tenías ganas de dormir. Me habías arrastrado a
la cama con una promesa de sueño inmediato, medio dormida en el sofá
mientras yo cambiaba de canal intentado encontrar algo que no me
aburriera, algo que ver mientras tú te amodorrabas.
Pero en la cama te despertabas a la
noche y hablabas y hablabas. Me hacías reír. Yo pensaba en los
vecinos que debían oír nuestras risas y que pensarían que
tendríamos una forma muy extraña de hacernos el amor. En la cama me
hablabas y esas palabras eran tus mejores palabras, las que yo
recordé siempre, incluso cuando después te fuiste. Nada pudo
sustituir eso.
Yo iba a la pastalería y elegía cada
día un pastel distinto para tu desayuno. Compraba el periódico y lo
leía lentamente. Ponía música bajita. Veía deportes en la
televisión. Esperaba a que despertaras para desayunar. La espera
solitaria era maravillosa, porque sabía que tú despertarías y
vendrías a mí o a los pasteles.
Las mañanas eran mías y las noches
eran tuyas en ese reparto del tiempo que tan bien nos salió. Las
tardes no importaba si las pasábamos juntos o separados, vendrían
después una noche y una mañana para cada uno, una mañana y una
noche con los papeles repartidos y cumplidos.
Tú dormías plácida y hermosa en la
cama que a la noche había escuchado tus palabras, había reído con
nosotros. Yo era feliz en la mañana, en la soledad y en la espera.
Incluso mucho tiempo después de marcharte fui feliz en las mañanas,
pensando que tú aún dormías y que vendrías a mí o a los
pasteles.
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