La encontré en un bar. Levanté la
cabeza por encima de la jarra de cerveza y la vi, divina y estupenda
con su vestido de color anaranjado. Me tomé tres cervezas más para
coger fuerzas y me acerqué a ella. Y estuvimos hablando mucho rato.
Le dije mi nombre, me dijo el suyo,
sabéis como son estas cosas. Le conté que soy humorista, que hago
monólogos, que antes era músico, que hacía canciones sobre chicas
como ella. Me desafió a hacerla reír. La hice reír. Hice que una
chica que pasaba por allí me diera una bofetada. Se río de mí.
Pensé que la tenía en el bote. Fui
repasando mentalmente el estado de mi casa, si estaría o no
recogida, si estaría limpio el cuarto de baño, si habría cerveza
en la nevera, si tenía martini que es lo que ella estaba bebiendo.
Miré en el móvil si tenía el número del taxi y sí lo tenía.
Todo iba bien, nada iba a estropear aquello.
La invité a una copa. La hice reír
más. Ensayé con ella mi monólogo sobre los hipsters que se van de
vacaciones con las gafas de pasta y llevan libros de Murakami en la
bolsa de la playa y que se hacen fotos de sus propios pies cubiertos
por los libros Murakami y las gafas de pasta y la arena, para
demostrar que aunque ya no lleven converse todavía son gafapastas o
hipsters o cómo demonios se llame. Se reía cada vez más.
Me acerqué mucho a ella. Junté los
labios y ataqué. Pero me hizo la cobra. Las chicas con clase no
besan en los bares. Esa fue su respuesta. Las chicas con clase no
besan en los bares. Y se fue de mi lado, caminando con tanta clase y
tanta prestancia que parecía sacada de un catálogo de chicas bien.
Yo me quedé allí, solo y triste,
remojado en cerveza y sonriendo. Las chicas con clase no besan en los
bares, ¿y el resto de las chicas?
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