Dejé la dignidad en tus pechos. Dejé
allí mis huellas digitales y mi adn. Dejé mi saliva. Dejé lo que
hace de mí un hombre vivo. Dejé mi salud. Dejé mi sudor. Dejé mi
alegría y mi placer. Dejé mi ilusión. Dejé la verdad de lo que
soy.
Todo lo dejé en tus pechos. Y en tu
cuerpo todo. No quedó nada del hombre que soy. Después me iba
arrastrando por los lugares de siempre. Los parques quemados por el
sol del verano. Las sombras que dejaban, por lo alto, pasar el sol
que me quemaba los ojos. Las tiendas de muebles mexicanos que estaban
siempre abiertas y en las que nadie compraba.
Los días pasaban con el aire quemando.
La piel y los ojos y los nervios ardían en el contacto con el aire
de la calle. Todo era un fuego escondido que no se podía apagar. Se
quemaron los pájaros. Se quemaron las flores y sus olores. Se
quemaban los bichos al pisar el asfalto. Todo era una continua bola
de fuego.
No es lo mismo irse que olvidar. Te lo
dije el día que te fuiste. Pero no fue cierto. Olvidaste al primer
día. A mí el aire me quemó todo el recuerdo. Otros pechos se
ofrecieron a mi dignidad, pero estaba ya perdida en los tuyos. Dejé
en los otros muchas cosas, pero sólo perdí la dignidad en los
tuyos.
No es lo mismo irse que olvidar.
Delante de otros pechos desnudos yo no sonreía, pero olvidaba. No
llamabas. No escribías. No sabía si estabas, si vivías, si
recordabas. Fue lo mismo irte que olvidar. Fue lo mismo recorrer unos
centenares de kilómetros que no saber quién era yo.
El aire quemará todo el verano. Secará
y arrancará mi piel lentamente, día a día un pequeño espacio.
Secará y arrancará los besos que tú me diste. Uno a uno. Mi piel
será nueva y no te recordará. Estará lista para otros besos, para
otros pechos, para otras mujeres. Tú me habrás olvidado y serás
por fin feliz, serás por fin quién debes ser. Yo recordaré pero no
lo diré. Tampoco sabrá nadie que no te olvido.
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