Cuatro de la mañana, 28 grados en la calle, 32 en mi habitación, he acabado con las cervezas y con el agua fría, así que para distraerme saco la guitarra y toco un rato. Pienso que los vecinos se habrán ido porque la ciudad está muy vacía. Tanto que miro a todas las mujeres que pasan a mi lado, tengan o no la edad adecuada, tengan o no el peso adecuado.
Canto una canción de amor que un día escribí para una chica a la que no tuve ni tendré. Es una canción triste, pero no digo su nombre. Al rato suena el timbre. Un vecino que se queja pienso. Y sí, es un vecino, pero no se queja. Me pide que siga cantando, no puede dormir. Le pregunto si tiene cerveza. Baja y sube con un pack de seis muy frías.
Nos emborrachamos como cerdos y cantamos clavelitos hasta que nos dan las 6. Rompe una tormenta y por fin dormimos, no sé si porque estamos borrachos o porque al fin ha refrescado un poco. Suena el rumor de los aires acondicionados fuera. La ciudad, medio vacía, medio despierta. Una mujer a lo lejos no nos echa de menos. Nos juramos amistad eterna. Nos dormimos abrazados. Por la tarde despertamos y nos olvidamos de esto. Tiene siete llamadas perdidas en el móvil. Su mujer le está esperando.
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