Cuando vio los zapatos de cristal
Cenicienta pensó: Madre, me voy a hostiar. Nunca había usado
zapatos. Menos aún zapatos de tacón. Y mucho menos zapatos de
cristal. Estaba acostumbrada a sus zapatillas de estar por casa,
remendadas y calentitas.
Pero el Hada Madrina de las narices le
obligó a ponerse los zapatitos de las narices. Estaban muy fríos.
Al día siguiente Cenicienta estaría constipada. Normal. Sólo a una
vieja con varita mágica se le ocurría una chorrada igual.
Los zapatos parecían muy frágiles.
Seguro que los rompía y encima los cristales se le iban a clavar en
el píe. Se iba a quedar coja para toda la vida. Por una chorrada
así. Andaba por la fiesta como un pato. Por eso se fue al balcón de
fuera. Se quedó apoya y esperó a que se acabara la fiesta. Estuvo
tentada de quitarse los zapatos, pero le dio miedo perderlos.
El Príncipe era un idiota. Estaba
claro. Qué gilipolleces decía cuando bailaba con ella. Además con
esos meneos los zapatos se le clavaban. Qué dolor. Ojalá se acabe
pronto la canción. Cuando paró, Cenicienta salió corriendo. No
podía aguantar más el dolor de píes.
Se quitó los dos zapatos. Al caer uno
se rompió. El otro lo dejó allí tirado. Total, un solo zapato no
servía de nada. Al Hada Madrina le diría que se los había robado
una duquesa. Ya se sabe que las duquesas son unas lagartonas y unas
malotas de tres pares de narices.
El Príncipe idiota fue un día a casa
de Cenicienta. Espero que no me reconozca, pensó ella. Había estado
tres días con fiebre por culpa de los zapatos de las narices y no se
los volvería a poner ni muerta. Así que cuando él le hizo el amago
de ponérselos, le calzó una bofetada y le dijo, que soy yo, leñe,
pero que paso de ti. Pero, por el que dirán, se casó con él.
Aunque siempre estuvo liada con los mayordomos de palacio, que eran
más monos y sabían lo que era la ceniza.
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