Nunca tuve la conciencia de un malvado.
Siempre que hago algo malo, me arrepiento de lo hecho. Cada maldad
que he cometido me ha conducido a la culpa, a una culpa exagerada
muchas veces. Mis maldades son pequeñas, son las maldades de lo
cotidiano, pequeñas pero persistentes, sobre todo en mi memoria, que
todo lo exagera.
De pequeño me quedaba con las vueltas.
Robaba caramelos de los botes que mi abuela no me dejaba abrir. No
recuerdo las veces que ella me los daba. Sólo las pocas que yo abría
el bote sin que ella me lo hubiera dicho. Ahora me escondo de la
gente que no quiero ver. Cambio de acera, de camino si veo que vienen
hacia mí por la calle.
Cada vez que me acuesto con una mujer,
una mujer que no amo, porque las mujeres que amo no quieren acostarse
conmigo, me come tanto la culpa que paso después mucho tiempo en la
ducha, tratando de eliminar cualquier rastro de ellas. Invento
excusas estúpidas y falsas para huir de su lado. Miento. Soy un
mentiroso.
Me arrepiento tanto de esas maldades
cotidianas que a veces no puedo vivir conmigo mismo y tengo que
imaginarme asesino o ladrón. Se me aparecen agraviadas las mujeres
que he dejado en su cama. Estaría dispuesto a cualquier cosa para
reparar mi error. Ellas simplemente duermen, o se van con sus amigas
al bar. Yo intento eliminar de mi cuerpo y mi memoria su rastro
culpable.
Merezco la horca, el infierno, el
eterno castigo por mi comportamiento. Pero es que el deseo (tú sabes
cómo es el deseo) me obliga a tomarlas. Me obliga a luchar contra la
culpa y el arrepentimiento. Y todo me sale mal. Porque soy un malvado
y se me nota. Porque tengo la conciencia de un hombre estúpido. La
conciencia manchada de quien no soporta las manchas.
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