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domingo, marzo 31, 2013

CONCIENCIA

Nunca tuve la conciencia de un malvado. Siempre que hago algo malo, me arrepiento de lo hecho. Cada maldad que he cometido me ha conducido a la culpa, a una culpa exagerada muchas veces. Mis maldades son pequeñas, son las maldades de lo cotidiano, pequeñas pero persistentes, sobre todo en mi memoria, que todo lo exagera.

De pequeño me quedaba con las vueltas. Robaba caramelos de los botes que mi abuela no me dejaba abrir. No recuerdo las veces que ella me los daba. Sólo las pocas que yo abría el bote sin que ella me lo hubiera dicho. Ahora me escondo de la gente que no quiero ver. Cambio de acera, de camino si veo que vienen hacia mí por la calle.

Cada vez que me acuesto con una mujer, una mujer que no amo, porque las mujeres que amo no quieren acostarse conmigo, me come tanto la culpa que paso después mucho tiempo en la ducha, tratando de eliminar cualquier rastro de ellas. Invento excusas estúpidas y falsas para huir de su lado. Miento. Soy un mentiroso.

Me arrepiento tanto de esas maldades cotidianas que a veces no puedo vivir conmigo mismo y tengo que imaginarme asesino o ladrón. Se me aparecen agraviadas las mujeres que he dejado en su cama. Estaría dispuesto a cualquier cosa para reparar mi error. Ellas simplemente duermen, o se van con sus amigas al bar. Yo intento eliminar de mi cuerpo y mi memoria su rastro culpable.

Merezco la horca, el infierno, el eterno castigo por mi comportamiento. Pero es que el deseo (tú sabes cómo es el deseo) me obliga a tomarlas. Me obliga a luchar contra la culpa y el arrepentimiento. Y todo me sale mal. Porque soy un malvado y se me nota. Porque tengo la conciencia de un hombre estúpido. La conciencia manchada de quien no soporta las manchas.




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