10 de noviembre. Llueve en la ciudad sin parar. El viento sopla y agita los andamios. Los árboles en los parques se comban sin que nadie vuelva a ponerlos en su lugar. El barro se acumula en las calles y los charcos se forman en todas las puertas. No puedes salir de casa sin meter un pie en ese agua sucia, ese agua que ha limpiado el cielo y que va a parar a los ríos, ese agua pútrida que volveremos a beber, que me moja los zapatos, los píes.
El cielo sigue sucio y gris. No parece posible que en esta ciudad haya habido alguna vez un verano o una primavera. A ratos debería diluviar, pero no hay manera de que lo haga. La lluvia es triste y sucia como la ciudad y sus calles, como sus paredes.
Las gentes pasan apresuradas, agarradas a paraguas sin sentido para este agua. Pienso en los ojos. En los arañazos. En todos los estragos que han debido de causar los paraguas de la gente que corre y no mira, de la gente que no mira a la otra gente.
Las lágrimas de alguna niña se confunden con la lluvia. Todo está triste y desalmado. Todo está cargado de mentiras, de falsarios, de sexo sin sentido, de amor podrido que se acabó antes de empezar. Un hombre se ríe en un callejón. Es mejor no saber por qué.
Las lágrimas de las niñas no limpian sus caras. Las manchan con el rimmel y la edad real se les dibuja por fin en la cara. Llueve tristemente en la ciudad y yo no puedo sino dejar caer la lluvia sobre mí. Llueve aquí, ¿y allí dónde tú estés?
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