Mientras veía un partido de fútbol en
un bar (error que no volveré a cometer, me voy a apuntar a alguna
plataforma de televisión) uno de los que andaba por allí no hacía
más que gritar y gritar diciendo que todos los jugadores y el
entrenador y el árbitro eran unos inútiles.
Mirándole bien, no parecía que el
fuera demasiado ducho en nada. Ni en vestirse. Ni en peinarse. Ni en
hablar. Ni en nada en general, como demostraba lo que le dijo a su
mujer cuando esta le llamó: sí cariño, ya voy de camino. Dado que
su mujer vino luego a buscarle y era grande y gorda como él me
dieron ganas de perdonarle. Pero no lo hice.
Si mi querida terapeuta hubiera estado
conmigo, me hubiera dicho que ese señor hacía lo que tantos otros.
Gritar que se hunde el barco mientras ve el agujero y no corre a
taparlo. Es decir, recriminar a los demás que no hacen nada mientras
él mismo no hace nada. Seguro que ese trastorno tiene un nombre,
pero como no estaba ella y yo no soy terapeuta, no sé cómo se
llama.
Aún así, gritar a los demás y
echarles la culpa está bien. Tanto que luego me fui a casa y le eché
la culpa de mi fracaso musical a Michael Jackson. Total, ya está
muerto.
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