Elena
dejó medicina después de pensar mucho y de estar dos años en la
carrera sin ganas. El primer año había sido bueno, mucha teoría,
conocer la facultad, descubrir un mundo de libertad. Descubrir el
mundo de los adultos.
Poco a
poco llegó el desencanto. Las clases aburridas. Las mismas caras.
Las mismas fiestas. La competitividad. La sensación de hacer algo
que no quería hacer y que además iba a ocuparle demasiada parte de
su vida. No era un trabajo que pudiera olvidar al salir. Un trabajo
que la permitiera prostituir una parte de su vida y su cuerpo y su
mente para ocupar todo el resto en lo que quisiera. O en la nada.
Además
estaba la sangre. No siempre iba a haber sangre. Muchos médicos no
veían sangre en su vida. Pero la mareaba. Y sobre todo era una buena
excusa. ¿Cómo iba a haber un médico así?
Estudió
en la misma ciudad, en una facultad no muy lejana a la suya. La
carrera era más fácil y más entretenida. Más divertida. Le
permitía sentirse bien. Sentirse ella. El trabajo que consiguiese
era otra cosa. Sería un mal trabajo, pero podría elegir otra cosa.
Cuando
consiguió el trabajo que tenía ahora le pareció bien pero
aburrido. Tendría, sin embargo, mucho tiempo libre. Se dedicaría a
pintar. A dibujar. A hacer ganchillo. Daba igual. Tenía una vida que
no la apretaba.
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