Entré a comer un restaurante, que por el acento del camarero pensé que sería un restaurante andaluz, pero no, era un restaurante italiano. Lo sé porque a todo le echaban tomate y queso. Y por supuesto le echaban a todo orégano, que es esa hierba que los italianos le ponen a todo. Pero a todo, todo.
Salí de allí muy satisfecho. No por nada. Pero es que los ñoquis estaban muy ricos. Cosas que pasan. Dí un largo paseo por el barrio, como si fuera la primera que lo daba, viendo los escaparates y las gentes como si fuera la primera que los viera. De hecho ni reconocí a ninguno de mis vecinos.
Después me senté en un banco y disfruté un rato del sol. Pensé en leer un rato, pero sólo me senté y cerré los ojos para que la felicidad de la comida, el paseo y el sol penetraran bien en mi piel.
Llegué a mi casa con una sensación extraña. Era como si no fuera mi casa, como si no la reconociera, como si lo estuviera viendo todo por primera vez. No supe poner la tele. Ni encender el ordenador. Nada era mío. Nada estaba en mi memoria.
Me eché a dormir y ya por la mañana recuperé un poco la memoria. Me acordé hasta de mi mujer, que me la había dejado en el restaurante. Pero ella tampoco se acordaba de mí. Los ñoquis de patata borran la memoria.
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