Me levanté con una sensación extraña que no desaparecía ni después de lavarme la cara. Desayuné como siempre, dos tortillas de patatas y tres barras de pan, pero aún así la sensación seguía ahí. Era como una desazón. Y no se había llenado con la tortilla de patata. Con lo que cuesta hacer una tortilla de patata. Siempre me caen al suelo al darlas la vuelta. Por eso mis tortillas se llaman también tortillas de tierra.
El caso es que esa sensación seguía ahí. Salí a la calle y por fin pude definirla. Veía borroso. Fui, naturalmente al médico, pero como ya tenía visita, un señor muy pesado que decía que le dolía no sé qué, me fui al bar.
Allí hablé con el camarero que fue el que me mandó unas pastillas buenísimas para el reuma. Le dije que veía borroso y me preguntó ¿aquí? Dije, bueno, aquí menos, sobre todo en al calle. Es la niebla. Eso me dijo. Y yo le dije, ¿qué es la niebla? Pues eso que no le deja ver, esa mancha borrosa de la calle. Ah, dije yo, haciéndome el enterado. Claro. La niebla.
Me fui a casa sin mucho convencimiento, pero al menos aliviado porque el camarero también veía borroso. Llamé a la puerta del vecino y después de los dos besos de rigor le pregunté por el fenómeno. Es condensación del vapor de agua presente en la atmósfera. Aquello me pareció un atajo de marramachadas. Atmósfera. Vapor. Aquel tío era un trilero. Así que me puse las gafas y hasta hoy no me las he quitado. Cosas de la vida.
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