Bajo el grifo, con el agua caliente brotando a chorros, frotaba sus manos con jabón. Enérgicamente. Con una fuerza y una actividad que hacían intuir unas manchas difíciles de arrancar. Unas manchas de grasa. De aceite de motor. De algo que se quedara pegado a la piel.
Quito las manos. No había resto de mancha. Acercó las manos a la nariz. Y el olor persistía. Volvió a repetir la operación. A meter las manos bajo el chorro de agua. A frotarlas con jabón. A intentar arrancar aquel olor de sus manos.
Olía a sexo. A sexo femenino. Y era un olor que no podía quitar. Un olor que no podía arrancarse de la mano. Y tampoco de la nariz. Era olor a sexo. O a culpa.
Era a lo que olía realmente. A culpabilidad. A remordimientos. Ese olor era el que no podía quitar, el de su conciencia arrepentida, el de su conciencia pinchándole y picándole a cada momento detrás de la oreja. Dentro de la nariz.
Fue a la habitación. La mano seguía manteniendo el olor. Se tumbó en la cama. Pensó en qué hacer. Su mujer volvería en un rato. En el teléfono tenía varios mensajes de aquella mujer a la que no quería y de la que había disfrutado hacía unas pocas horas.
Quería a su mujer. Y mucho. Nunca había hecho nada malo. Siempre la había amado y respetado. Siempre había sido fiel y había sido bueno. Había sido un buen marido. Un buen amigo. Un buen compañero.
Pero tuvo un arrebato. Y su mano se posó (o se introdujo, mejor dicho) en el sexo de aquella otra mujer. Se introdujo en aquella mujer todo su ardor, toda su locura. Se arrancó todas las convenciones, las costumbres y hasta el amor. Se arrancó todo lo bueno de su interior.
Y dejó de ser él. Fue simplemente un hombre. Un animal. Sin pensamiento. Sin conciencia del futuro o las consecuencias. Y ahora, acabado ya aquello, terminado, sólo le quedaba la culpa. No el recuerdo del placer. No el disfrute de lo sucedido. Sólo la culpa, comiéndole las manos y el resto del cuerpo.
Quito las manos. No había resto de mancha. Acercó las manos a la nariz. Y el olor persistía. Volvió a repetir la operación. A meter las manos bajo el chorro de agua. A frotarlas con jabón. A intentar arrancar aquel olor de sus manos.
Olía a sexo. A sexo femenino. Y era un olor que no podía quitar. Un olor que no podía arrancarse de la mano. Y tampoco de la nariz. Era olor a sexo. O a culpa.
Era a lo que olía realmente. A culpabilidad. A remordimientos. Ese olor era el que no podía quitar, el de su conciencia arrepentida, el de su conciencia pinchándole y picándole a cada momento detrás de la oreja. Dentro de la nariz.
Fue a la habitación. La mano seguía manteniendo el olor. Se tumbó en la cama. Pensó en qué hacer. Su mujer volvería en un rato. En el teléfono tenía varios mensajes de aquella mujer a la que no quería y de la que había disfrutado hacía unas pocas horas.
Quería a su mujer. Y mucho. Nunca había hecho nada malo. Siempre la había amado y respetado. Siempre había sido fiel y había sido bueno. Había sido un buen marido. Un buen amigo. Un buen compañero.
Pero tuvo un arrebato. Y su mano se posó (o se introdujo, mejor dicho) en el sexo de aquella otra mujer. Se introdujo en aquella mujer todo su ardor, toda su locura. Se arrancó todas las convenciones, las costumbres y hasta el amor. Se arrancó todo lo bueno de su interior.
Y dejó de ser él. Fue simplemente un hombre. Un animal. Sin pensamiento. Sin conciencia del futuro o las consecuencias. Y ahora, acabado ya aquello, terminado, sólo le quedaba la culpa. No el recuerdo del placer. No el disfrute de lo sucedido. Sólo la culpa, comiéndole las manos y el resto del cuerpo.
Tratando de quitar la culpa del cuerpo
2 comentarios:
A veces nos dejamos llevar demasiado y nos arrepentimos de nuestros actos. Eso es precisamente lo que nos hace humanos...
PD: Acabo de descubrir tu blog y creo que voy a volver mucho por aqui.
La actitud del protagonista es muy común.
No entiendo esa "culpa".
Mientras estaba con aquella otra mujer, no había nada más en su pensamiento que lograr su propósito, en ese momento no tenía a su mujer en mente.
Somos muy egoistas, nos satisfacemos primero y después se pensamos en las consecuencias.
Creo que se ha de ser más honesto y si te has dejado llevar, reconocerlo. Ocultarlo o sentirse culpable tan solo empujará en el caso de no ser descubierto a repetir el episodio.
Lavarse las manos como si hubiese cometido un crimén y ¿Por qué no la boca hasta hacerla sangrar para eliminar el sabor de sus labios, o arrancarse la piel con estropajo para eliminar todo rastro de un perfume?
Nos complicamos la propia existencia con actos que de tratarlos de forma más simples, no tendrían mayor consecuencia.
Como siempre, es solo un punto de vista.
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