La compañera de trabajo, profesora de ciencias, fingía su ferocidad. Por eso iba vestida con colores brutales y escotes prominentes cuando salía por los bares. Los hombres la miraban y ella se sentía débil pero fingía fuerza. Se acercaba alguno y ella elegía o fingía elegir, porque siempre el que mejor mintiera era el que se llevaría el gato al agua. En la cama también fingía. Sabía fingir, mentir como nadie. A su madre, a su compañera de trabajo, a sus amigas, a su espejo.
El vecino tocaba la guitarra los sábados por la mañana. Y casi todas las tardes. Desenfundaba el instrumento, sacaba las partituras y desdoblaba el complicado atril, el complicadísimo, dobladísimo atril. La verdad es que casi siempre tocaba lo mismo, las mismas canciones, los mismos ritmos, en un orden más o menos parecido.
Sus manos se sabían esos ritmos y el orden en el que estaban colocados. Una vez se calentaban haciendo aquellas escalas de blues, más lentas de lo que sería necesario, pero lo normal teniendo en cuenta que acababa de empezar a tocar y sus manos aún no estaban acostumbradas a los roces y pulsiones y distancias de las cuerdas y los trastes, empezaba con su repertorio más conocido.
Porque su repertorio ya era conocido en todo el barrio. A nadie le molestaba que se pusiera a tocar. Habían cogido gusto a aquellas notas, a aquellos ritmos, a aquellas canciones. Alguno ya las tarareaba. Otros fingían algo que hacer en las ventanas o balcones para salir a escuchar mejor la guitarra del vecino.
Una niña, niña pero casi adolescente o al revés, le paró en el ascensor y le preguntó dónde había aprendido, qué tocaba y le dijo que tocaba muy bien, muy bonito que le gustaba mucho. Estaba enamorada. Se la veía. Y con la música purgaba esos amores. Los hacía volar, los pensaba y los amaba aún más.
El guitarrista no amaba a nadie. Se estaba dando una tregua. Buscando de nuevo el ritmo de la vida. Su corazón estaba calentando, haciendo sus escalas de blues también, calentando sus latidos. Buscando los dos, su corazón y él, adaptarse a la vida. Las medidas. La dureza de las cuerdas. La distancia entre los trastes.
El vendedor de la tienda de guitarras le vendía baratas las cuerdas mejores. Y las que siempre se rompían. Primera. Segunda. Tercera. ¿Por qué eran siempre las mismas? Los dos sabían la respuesta. Sabían por qué se rompían. Y sabían cambiarlas, sustituirlas por otras y que todo volviera a ser igual.
El corazón del guitarrista, lento, como un blues, triste como un blues, iba cogiendo ritmo, calor, velocidad. Pronto latiría como un fandango. Como un rock. Finalmente latiría como una rumba. Una palmada. Otra palmada. Así debía ser. Sólo había que calentar lo suficiente, repetir el ejercicio una y otra vez hasta lograrlo.
La niña o adolescente estaba enamorada. Todas lo estaban en su clase. Hasta esa que decía que no. Que a ella lo que le importaban eran los estudios. Aprobar con la mejor nota posible. Ella le notaba que miraba mucho a Jorge para pensar siempre en los estudios. Ella también estaba enamorada. Pero nadie sabría nunca de quién. Era un gran secreto.
El vecino tocaba la guitarra los sábados por la mañana. Y casi todas las tardes. Desenfundaba el instrumento, sacaba las partituras y desdoblaba el complicado atril, el complicadísimo, dobladísimo atril. La verdad es que casi siempre tocaba lo mismo, las mismas canciones, los mismos ritmos, en un orden más o menos parecido.
Sus manos se sabían esos ritmos y el orden en el que estaban colocados. Una vez se calentaban haciendo aquellas escalas de blues, más lentas de lo que sería necesario, pero lo normal teniendo en cuenta que acababa de empezar a tocar y sus manos aún no estaban acostumbradas a los roces y pulsiones y distancias de las cuerdas y los trastes, empezaba con su repertorio más conocido.
Porque su repertorio ya era conocido en todo el barrio. A nadie le molestaba que se pusiera a tocar. Habían cogido gusto a aquellas notas, a aquellos ritmos, a aquellas canciones. Alguno ya las tarareaba. Otros fingían algo que hacer en las ventanas o balcones para salir a escuchar mejor la guitarra del vecino.
Una niña, niña pero casi adolescente o al revés, le paró en el ascensor y le preguntó dónde había aprendido, qué tocaba y le dijo que tocaba muy bien, muy bonito que le gustaba mucho. Estaba enamorada. Se la veía. Y con la música purgaba esos amores. Los hacía volar, los pensaba y los amaba aún más.
El guitarrista no amaba a nadie. Se estaba dando una tregua. Buscando de nuevo el ritmo de la vida. Su corazón estaba calentando, haciendo sus escalas de blues también, calentando sus latidos. Buscando los dos, su corazón y él, adaptarse a la vida. Las medidas. La dureza de las cuerdas. La distancia entre los trastes.
El vendedor de la tienda de guitarras le vendía baratas las cuerdas mejores. Y las que siempre se rompían. Primera. Segunda. Tercera. ¿Por qué eran siempre las mismas? Los dos sabían la respuesta. Sabían por qué se rompían. Y sabían cambiarlas, sustituirlas por otras y que todo volviera a ser igual.
El corazón del guitarrista, lento, como un blues, triste como un blues, iba cogiendo ritmo, calor, velocidad. Pronto latiría como un fandango. Como un rock. Finalmente latiría como una rumba. Una palmada. Otra palmada. Así debía ser. Sólo había que calentar lo suficiente, repetir el ejercicio una y otra vez hasta lograrlo.
La niña o adolescente estaba enamorada. Todas lo estaban en su clase. Hasta esa que decía que no. Que a ella lo que le importaban eran los estudios. Aprobar con la mejor nota posible. Ella le notaba que miraba mucho a Jorge para pensar siempre en los estudios. Ella también estaba enamorada. Pero nadie sabría nunca de quién. Era un gran secreto.
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