La mujer que no le había querido estaba embarazada. Ocho meses, a punto de terminar, a punto de dar a luz una nueva vida. Un corazón ya latía en aquel pecho minúsculo que aún estaba dentro de ella. El suyo estaba ahora roto. Pensaba en toda su vida. En todos los hombres que había amado o que tal vez la habían amado. Se pasó por su cabeza aquel hombre frío y áspero. Aquel hombre que no la habría abandonado como había hecho el suyo, tan cercano y amable siempre.
Era muchas cosas, era hermana, era hija por supuesto, era profesora de ciencias, era vecina, era conductora, era lectora de poesía, era amante de los animales, era cliente de un banco pequeño, era ecologista. La vecina era todas esas y muchas más cosas.
Pero sobre todo era una soñadora. Soñaba y soñaba, sobre todo cuando estaba despierta. Soñaba con amores fabulosos, amores vívidos y feroces que la hicieran vivir ese mundo que desde niña había ansiado y que siempre le había estado vedado.
Era un mundo de colores, sí, pero sobre todo de colores fuertes. Un mundo rojo y negro, un mundo oscuro y luminoso, lleno de violentas pasiones. Siempre quiso despertar esas pasiones en los hombres. Por eso su colección de pintalabios de color rojo intenso, que luego no se atrevía nunca a ponerse.
Había vivido amores, claro, pero no de esa manera. Hombres que la habían amado mucho, que la habían regalado rosas, que la habían tratado bien y mal, hombres más o menos hermosos, más o menos duros, pero a lo que nunca llegó a enloquecer y que nunca la hicieron sentir como ella quería, como deseaba.
Sólo uno había sido tan especial que lo recordaría siempre. Había ocupado tanto tiempo en su vida que no podía ser de otra forma. Con él había empezado a amar, a conocer la carne, el placer, pero también la vida íntima y compartida. Al final no habían llegado a nada. Dejaron de quererse y se marcharon cada uno por su lado.
Su compañera de trabajo, igual de soñadora que ella pero con una gran facilidad para fingir la dureza, le decía que lo que le hacía falta era follar, era una buena polla, un buen polvo de una vez. Ella se ponía un poco rojo y negaba. Quería pasión. No sólo sexo. Quería sentirse viva de verdad, que su corazón rodase por una pendiente, que se volviera loco.
Que su corazón se derrumbara y se volviera a construir con las palabras que un hombre la dijera. Que su corazón latiera a mil y luego no latiera, que su sangre toda se concentrara en ese músculo un poco ridículo y se despidiera de él a toda velocidad. Porque ella sabía que la fuerza del corazón puede elevar la sangre hasta un tercer piso.
Eso quería que su corazón la llevara volando al tercer piso. Por eso soñaba con el vecino y con el profesor de plástica y con el profesor de Pilates y con el aburrido cajero del banco que tenía una doble vida llena de vicisitudes azarosas. Y con el hombre que tocaba la guitarra en el edificio de enfrente y cuyas notas llegaban siempre, los sábados por la mañana, a su cama y la despertaban de un sueño y la envolvían en otro mucho mejor.
La compañera de trabajo, profesora de ciencias, fingía su ferocidad. Por eso iba vestida con colores brutales y escotes prominentes cuando salía por los bares. Los hombres la miraban y ella se sentía débil pero fingía fuerza. Se acercaba alguno y ella elegía o fingía elegir, porque siempre el que mejor mintiera era el que se llevaría el gato al agua. En la cama también fingía. Sabía fingir, mentir como nadie. A su madre, a su compañera de trabajo, a sus amigas, a su espejo.
Era muchas cosas, era hermana, era hija por supuesto, era profesora de ciencias, era vecina, era conductora, era lectora de poesía, era amante de los animales, era cliente de un banco pequeño, era ecologista. La vecina era todas esas y muchas más cosas.
Pero sobre todo era una soñadora. Soñaba y soñaba, sobre todo cuando estaba despierta. Soñaba con amores fabulosos, amores vívidos y feroces que la hicieran vivir ese mundo que desde niña había ansiado y que siempre le había estado vedado.
Era un mundo de colores, sí, pero sobre todo de colores fuertes. Un mundo rojo y negro, un mundo oscuro y luminoso, lleno de violentas pasiones. Siempre quiso despertar esas pasiones en los hombres. Por eso su colección de pintalabios de color rojo intenso, que luego no se atrevía nunca a ponerse.
Había vivido amores, claro, pero no de esa manera. Hombres que la habían amado mucho, que la habían regalado rosas, que la habían tratado bien y mal, hombres más o menos hermosos, más o menos duros, pero a lo que nunca llegó a enloquecer y que nunca la hicieron sentir como ella quería, como deseaba.
Sólo uno había sido tan especial que lo recordaría siempre. Había ocupado tanto tiempo en su vida que no podía ser de otra forma. Con él había empezado a amar, a conocer la carne, el placer, pero también la vida íntima y compartida. Al final no habían llegado a nada. Dejaron de quererse y se marcharon cada uno por su lado.
Su compañera de trabajo, igual de soñadora que ella pero con una gran facilidad para fingir la dureza, le decía que lo que le hacía falta era follar, era una buena polla, un buen polvo de una vez. Ella se ponía un poco rojo y negaba. Quería pasión. No sólo sexo. Quería sentirse viva de verdad, que su corazón rodase por una pendiente, que se volviera loco.
Que su corazón se derrumbara y se volviera a construir con las palabras que un hombre la dijera. Que su corazón latiera a mil y luego no latiera, que su sangre toda se concentrara en ese músculo un poco ridículo y se despidiera de él a toda velocidad. Porque ella sabía que la fuerza del corazón puede elevar la sangre hasta un tercer piso.
Eso quería que su corazón la llevara volando al tercer piso. Por eso soñaba con el vecino y con el profesor de plástica y con el profesor de Pilates y con el aburrido cajero del banco que tenía una doble vida llena de vicisitudes azarosas. Y con el hombre que tocaba la guitarra en el edificio de enfrente y cuyas notas llegaban siempre, los sábados por la mañana, a su cama y la despertaban de un sueño y la envolvían en otro mucho mejor.
La compañera de trabajo, profesora de ciencias, fingía su ferocidad. Por eso iba vestida con colores brutales y escotes prominentes cuando salía por los bares. Los hombres la miraban y ella se sentía débil pero fingía fuerza. Se acercaba alguno y ella elegía o fingía elegir, porque siempre el que mejor mintiera era el que se llevaría el gato al agua. En la cama también fingía. Sabía fingir, mentir como nadie. A su madre, a su compañera de trabajo, a sus amigas, a su espejo.
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