Meses después llegaríamos al acuerdo
de que en esas llamadas que me hacías cuando no te sentías bien no
nos contaríamos nada personal. Tú no dirías que te sentías mal.
Yo lo sabía cuando veía en la pantalla del teléfono que eras tú
quien llamaba.
En aquel tiempo hablábamos por el
teléfono durante mucho tiempo. A veces yo paseaba. Otras estaba
tumbado en la cama. Tú me hablabas de un probable negocio de venta
de croquetas (yo recordaba el día que te besé a traición y tú
tenías la boca llena de croquetas. Desde entonces no las he vuelto a
probar). Hablabas también de la poca confianza que sentías en la
monarquía. De la ambición de los bancos, del partido al que ibas a
votar o de las formas en las que podrías ser feliz. Yo te dejaba
hablar. A veces tú te callabas y nos quedábamos los dos un rato en
silencio hasta que uno no aguantaba más y decía “ea” o “bueno”.
Yo escuchaba paciente y decía aquello que sabía que tú querías
escuchar. Lo que te curaba.
Antes, cuando aún no había impuesto
esa norma, muchas veces me habías llamado de la misma forma. Usando
las llamadas como antisépticos. Eran llamadas curativas. Debían
llegar los lunes, pero incumpliste tu promesa de llamarme todos los
de aquellos dos meses de verano. Yo aún cumplo la mía de no
llamarte.
Todo fue como aquella novela que
querías que yo te escribiera. Contabas cosas sin sentido, sin
interés: te bañabas durante horas en la piscina; recordabas el
golpe con la ventana que te hizo aquella cicatriz bajo el labio, el
coche se había averiado, no te caía bien el novio de tu amiga
Marina. En realidad contabas tu historia de amor con él. Yo juntaba
los episodios que se te escapaban entre tus risas por mis chites o la
aprobación a mis ridículas teorías. Una gran parte de las cosas
llegaba a saberlas por omisión. En tu última llamada me dijiste que
volvías con él. Te felicité sinceramente.
No me llamaste en mucho tiempo. Hasta
que no volviste a sentirte mal. Inventé entonces la norma de no
contar nada personal. “Cuéntame algo gracioso” – me decías y
yo pensaba que no había nada más gracioso que yo curándote a ti.
Curando tu amor con él.
Me protegí de ti. No quise contarte mi
vida. La tuya la sabía. Tenías problemas con él. Dudas por la
boda. Las resolví. Ese “sí” llegó de una de mis teorías sobre
la inexistencia del tiempo. Hubo un bache en tu matrimonio (adiviné
lo que sucedió, pero no te preocupes, eso tampoco voy a contarlo) lo
superamos con una conversación sobre el guión de una teleserie
americana.
Ya no me llamas. Yo sé que más que
nunca eres feliz. También sé que cuando vuelvas a llamar te curaré
de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario