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sábado, febrero 27, 2010

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Al pasar por la puerta engaña el convento. Visto de perfil, en la calle que baja, nunca se diría su forma. Un jardín, una entrada amplía por la que entran los coches, un cartel anunciando la venta de mazapanes. Altos árboles al fondo. La estatua del fundador. Siempre parece estar abierto. Nunca se ven sus puertas cerradas. Pese a ello nadie parece entrar ni salir, nadie parece haber entrado ni salido nunca de allí. Visto de perfil no impresiona ni sobrecoge su cruz. Parece muy pequeña. Y muy simple. Dos hierros soldados nada más. No se ven las campanas ni se adivina que allí dentro puedan vivir las monjitas, coloradas y simples, amorosas. No se imagina que allí pueda uno cumplir su sueño literario, que pueda, como Don Juan, ser un galán de monjas, atravesar el jardincito final y saltar la tapia con la chica en brazos. Saltara a la libertad y al amor. Llevar a esa monjita, púdica, inocente, camino de nuestros brazos, que son la perdición para ella, para su fama y su inocencia. Pero que son nuestro placer. Nuestra perdición, si no fuéramos como somos, sólo unos paseante que sueña.


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