La herida era muy dolorosa. Parecía que se nos iba la vida en ella, a través de esa cantidad de sangre que salía por ella. Era inmensa, inmensamente dolorosa. El golpe había sido muy fuerte. Llorábamos. Éramos duros y fuertes, pero llorábamos. No podíamos evitarlo. Entonces salvador, llegaba el bote de mercromina. La mano femenina y salvadora. El aplicador. Y sobre todo, más importante que nada, el soplido en la herida para secar la mercromina. Y sobre todo para curarnos del todo.
Ya podíamos saltar, correr, volar, ya no dolía, no sangraba, no nada. Era ese soplido el que nos hacía fuertes, duros, inmortales como aún seguimos siendo. Ese soplido y la boca de la que salía, una madre, una señorita, el que nos hacía poder con el mundo en cualquier circunstancia. Nada de Lobezno. Nosotros sí que teníamos superpoderes curadores. Era ese soplido.
Así que cuando aquella mujer, ojos grandes, pelo largo, sonrisa que se marcaba en su cara incluso cuando extrañamente estaba enfadada, vio mi herida, pequeña, ridícula, pero dolorosa (yo fingía que no dolía, claro que lo fingía, pero fingía) y la paró con su pañuelo de papel y sopló en ella me volví a sentir inmortal.
Volví a volar, a poder correr horas y horas, a tener el corazón fuerte y duro y entero. Por supuesto me enamoré de aquella mujer. ¿Cómo no hacerlo si había soplado en mi herida, si me había hecho inmortal, si podría vivir para siempre con ese aire mágico que salía de sus labios?
Pensaba en ese soplido, en esos labios que quería morder, besar, rozar con mis labios o mis dedos, en cómo hacer que soplaran siempre para mí, todas mis heridas, todas mis alegrías, toda mi vida impulsada por esos labios, por el soplido calculado que salía curativo de ellos cuando era preciso.
No hace falta. No me duele. Ya sé que no te duele. Eres un hombre fuerte. Pero hay que curar las heridas. Parar la sangre. No soples más. ¿No te gusta? Sí. No soples más porque me gusta y tendré que hacerme más heridas para que las soples. Reímos.
Ya podíamos saltar, correr, volar, ya no dolía, no sangraba, no nada. Era ese soplido el que nos hacía fuertes, duros, inmortales como aún seguimos siendo. Ese soplido y la boca de la que salía, una madre, una señorita, el que nos hacía poder con el mundo en cualquier circunstancia. Nada de Lobezno. Nosotros sí que teníamos superpoderes curadores. Era ese soplido.
Así que cuando aquella mujer, ojos grandes, pelo largo, sonrisa que se marcaba en su cara incluso cuando extrañamente estaba enfadada, vio mi herida, pequeña, ridícula, pero dolorosa (yo fingía que no dolía, claro que lo fingía, pero fingía) y la paró con su pañuelo de papel y sopló en ella me volví a sentir inmortal.
Volví a volar, a poder correr horas y horas, a tener el corazón fuerte y duro y entero. Por supuesto me enamoré de aquella mujer. ¿Cómo no hacerlo si había soplado en mi herida, si me había hecho inmortal, si podría vivir para siempre con ese aire mágico que salía de sus labios?
Pensaba en ese soplido, en esos labios que quería morder, besar, rozar con mis labios o mis dedos, en cómo hacer que soplaran siempre para mí, todas mis heridas, todas mis alegrías, toda mi vida impulsada por esos labios, por el soplido calculado que salía curativo de ellos cuando era preciso.
No hace falta. No me duele. Ya sé que no te duele. Eres un hombre fuerte. Pero hay que curar las heridas. Parar la sangre. No soples más. ¿No te gusta? Sí. No soples más porque me gusta y tendré que hacerme más heridas para que las soples. Reímos.
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