La había visto llegar. Sentado en la sala de espera leía un libro mientras esperaba. Y esperaba ya mucho. Apenas me fijé en ella al principio. Después, al levantar la cabeza empecé a valorarla. Era mayor que yo. Rubia teñida. Piel morena por el sol de principios del verano.
Llevaba una camiseta de tirantes que dejaba entrever un escote mínimo. Los pechos, pequeños. Sus manos estaban llenas de anillos, pero ninguno de los que indica pertenencia, obligación. Sólo de los que dicen mírame las manos.
Ella me sorprendió mirándola. Pero yo me sentí descarado y no oculté mi interés, la dirección de mi mirada. Seguí mirándola. A las partes que no debía mirar un hombre educado. Ella se sentó a mi lado. Podía oler su perfume, barato y poco sofisticado. Un poco como ella. Tal vez fuera esa sensación de accesibilidad, de cercanía lo que me atraía de ella. Era una mujer posible.
Fingía leer el libro mientras realmente la miraba a ella. Su canalillo, sus píes. Sus manos. Empecé a excitarme. Acerqué la mano hacia ella. Pero ni la rozaba. Estaba nervioso, pero con ese nerviosismo del que está excitado, del que quiere y no puede.
Sentí entre mis dedos la sustancia viscosa que podría extraer del sexo de ella. Me froté la yema de los dedos. Ella miró el gesto. Afectaba indiferencia. Tuve ganas de chupar esos dedos ficticiamente impregnados del sabor y del olor de esa mujer. Pero no lo hice. Paré el gesto. Seguía sintiendo esa humedad en las yemas algo hinchadas de los dedos.
La vista del baño me sugirió la idea de masturbarme allí mismo. Pero eso significaría separarme de ella. Si iba a hacerlo ella debía verlo. Me sentí sucio. Y también libre. Y poderoso. Y salvaje como si fuera un Neandertal.
Me levanté. Tenía mucho calor. El corazón me latía fuerte haciendo que la carpeta con papeles que apoyé contra el pecho rebotara. Ella me miró fijamente ¿espera que me acerque? La miraba de vez en cuando. Disimulando. Ella fue llamada y entró en la consulta. Me calmé. O intenté hacerlo.
Salí de la consulta más tranquilo pero volví a verla. Imaginé las palabras que le diría. Perdona que te haya mirado, pero es que me pareces una mujer muy atractiva. Siento si te he hecho sentir mal. Luego nos íbamos juntos y todo acababa como debía y no como acabó con ella caminando, su olor y su sabor y su liquidez, hacia un lado y yo hacia el otro. Solo.
Llevaba una camiseta de tirantes que dejaba entrever un escote mínimo. Los pechos, pequeños. Sus manos estaban llenas de anillos, pero ninguno de los que indica pertenencia, obligación. Sólo de los que dicen mírame las manos.
Ella me sorprendió mirándola. Pero yo me sentí descarado y no oculté mi interés, la dirección de mi mirada. Seguí mirándola. A las partes que no debía mirar un hombre educado. Ella se sentó a mi lado. Podía oler su perfume, barato y poco sofisticado. Un poco como ella. Tal vez fuera esa sensación de accesibilidad, de cercanía lo que me atraía de ella. Era una mujer posible.
Fingía leer el libro mientras realmente la miraba a ella. Su canalillo, sus píes. Sus manos. Empecé a excitarme. Acerqué la mano hacia ella. Pero ni la rozaba. Estaba nervioso, pero con ese nerviosismo del que está excitado, del que quiere y no puede.
Sentí entre mis dedos la sustancia viscosa que podría extraer del sexo de ella. Me froté la yema de los dedos. Ella miró el gesto. Afectaba indiferencia. Tuve ganas de chupar esos dedos ficticiamente impregnados del sabor y del olor de esa mujer. Pero no lo hice. Paré el gesto. Seguía sintiendo esa humedad en las yemas algo hinchadas de los dedos.
La vista del baño me sugirió la idea de masturbarme allí mismo. Pero eso significaría separarme de ella. Si iba a hacerlo ella debía verlo. Me sentí sucio. Y también libre. Y poderoso. Y salvaje como si fuera un Neandertal.
Me levanté. Tenía mucho calor. El corazón me latía fuerte haciendo que la carpeta con papeles que apoyé contra el pecho rebotara. Ella me miró fijamente ¿espera que me acerque? La miraba de vez en cuando. Disimulando. Ella fue llamada y entró en la consulta. Me calmé. O intenté hacerlo.
Salí de la consulta más tranquilo pero volví a verla. Imaginé las palabras que le diría. Perdona que te haya mirado, pero es que me pareces una mujer muy atractiva. Siento si te he hecho sentir mal. Luego nos íbamos juntos y todo acababa como debía y no como acabó con ella caminando, su olor y su sabor y su liquidez, hacia un lado y yo hacia el otro. Solo.
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