Las luces fluorescentes salen de tubos alargados, desnudos, que colocados sobre el techo sólo se apagan cuando todo está ya vacío y silencioso y es propio así que esté oscuro. Hay siete pares de estos tubos en esta sala. Arriba, en los pasillos, en los aseos, en todos los demás cuartos, más luces de estas, montones de estas lámparas, iluminan los papeles, las carpetas, las grapadoras, los bolígrafos, las fotocopiadoras, las mesas, las sillas que van componiendo poco a poco el paisaje interno de este edificio.
Las ventanas, pese a todo, reciben un importante caudal de luz que haría innecesaria la utilización de esos tubos fluorescentes durante todo el día, pero la costumbre hace que todos olviden la luz cuando entran y que sea la fluorescente la que ilumine su vida de oficina.
En esta sala hay, desperdigadas como por capricho, hasta cinco mesas distintas con sus distintas montañas de papeles, fotocopias, informes, archivos con nombres de personas, lugares o entidades. Papeles que dan un aire de importancia a la sala, a la mesa, a las luces fluorescentes. En las mesas, como no, sillas a un lado de las mismas, donde deben sentarse los empleados, pero no al otro lado. No es una oficina especialmente destinada al público que por tanto ha de esperar en pie a que se tramite su asunto.
En cada mesa, por supuesto, un empleado. O mejor dicho, cuatro empleadas, bien vestidas, olorosas, maquilladas, cuidadas en detalles, el broche y el cinturón y los zapatos y la pulsera del mismo color, del mismo tono de un color. Y un empleado. Pulcro. Sin más. Cuatro mujeres, con sus cuatro vidas que podríamos contar aquí, ahora, porque todo el mundo tiene una historia susceptible de ser contada, pero no contaremos más que una. Es injusto. Pero es así.
Es el azar el que nos lleva a contar la historia de una, de una de estas cuatro, porque bien podría ser el de su compañera, el de su amiga, el de su enemiga, pero será la de una. Laura. Sentada en la mesa más cercana a una alta ventana de las que deja entrar el invisible sol. Con un fluorescente sobre su cabeza durante 8 horas de día.
Las ventanas, pese a todo, reciben un importante caudal de luz que haría innecesaria la utilización de esos tubos fluorescentes durante todo el día, pero la costumbre hace que todos olviden la luz cuando entran y que sea la fluorescente la que ilumine su vida de oficina.
En esta sala hay, desperdigadas como por capricho, hasta cinco mesas distintas con sus distintas montañas de papeles, fotocopias, informes, archivos con nombres de personas, lugares o entidades. Papeles que dan un aire de importancia a la sala, a la mesa, a las luces fluorescentes. En las mesas, como no, sillas a un lado de las mismas, donde deben sentarse los empleados, pero no al otro lado. No es una oficina especialmente destinada al público que por tanto ha de esperar en pie a que se tramite su asunto.
En cada mesa, por supuesto, un empleado. O mejor dicho, cuatro empleadas, bien vestidas, olorosas, maquilladas, cuidadas en detalles, el broche y el cinturón y los zapatos y la pulsera del mismo color, del mismo tono de un color. Y un empleado. Pulcro. Sin más. Cuatro mujeres, con sus cuatro vidas que podríamos contar aquí, ahora, porque todo el mundo tiene una historia susceptible de ser contada, pero no contaremos más que una. Es injusto. Pero es así.
Es el azar el que nos lleva a contar la historia de una, de una de estas cuatro, porque bien podría ser el de su compañera, el de su amiga, el de su enemiga, pero será la de una. Laura. Sentada en la mesa más cercana a una alta ventana de las que deja entrar el invisible sol. Con un fluorescente sobre su cabeza durante 8 horas de día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario