Le decían siempre que conocían a alguien igual que él. Que habían conocido a alguien igual que él. Y Rubén decía, no quiero conocerlo, si es como yo, no me caerá nada bien. Rubén no se lleva bien consigo mismo. Se caía muy mal. Se odiaba. Y no entendía bien porque los demás no le odiaban también.
Con el tiempo llegó a saber que también tenía cosas no odiosas, no odiables. Que tenía cualidades. Pero esa sensación de no caerse bien, de complicarse la vida aposta como para hacerse daño, no se le pasaba.
Rubén tiene por costumbre odiar a todo el mundo. Al menos en las primeras impresiones. Luego ya les concede, o no, la duda, incluso el perdón. Pero en un principio todos son para él iguales, todos son odiosos.
Laura también le pareció odiosa. Pero al poco la perdonó. Y después volvió a odiarla. Y luego, bueno, luego no tuvo más remedio que quererla, como se decía a sí mismo, no tenía otra opción con ella
Ahora que no la quería, que había dejado de amarla empezó, sin querer, a odiarla. Fue por las pequeñas cosas. Por el pintalabios olvidado que hay que colocar. Porque nunca ordenaba el tercer cajón de la cómoda. Porque llegaba tarde.
Pero sobre todo la gran razón para odiarla fue la pregunta, la duda. ¿Y si no me quiere? Si no le quería, qué hacían los dos juntos, por qué hacían el tonto. Sabía Rubén que esa no era una razón para odiarla. El hecho de que ella no le quisiera. Que si eso sucedía era por su propia culpa, por lo que él hiciera, y no culpa de Laura, pero no podía evitarlo.
¿Y si no me quiere? Y la odiaba un rato, con furor, se levantaba, iba al baño, gritaba. Respiraba hondo. Trataba de relajarse. ¿Cómo saber la respuesta a esa pregunta? ¿Y por qué esa pregunta? ¿Qué importancia tendría que ella no le quisiera? ¿Qué importancia ahora que él no la quería?
Esa nueva duda se instaló en su cabeza. Trató de ahuyentarla de su cabeza. Estaba muy cansado de ideas repetitivas. Últimamente todo le hacía hueco y se quedaba. Unas ideas sustituían a las otras sin solución de continuidad. Esta vez tampoco pudo deshacerse de la duda.
Con el tiempo llegó a saber que también tenía cosas no odiosas, no odiables. Que tenía cualidades. Pero esa sensación de no caerse bien, de complicarse la vida aposta como para hacerse daño, no se le pasaba.
Rubén tiene por costumbre odiar a todo el mundo. Al menos en las primeras impresiones. Luego ya les concede, o no, la duda, incluso el perdón. Pero en un principio todos son para él iguales, todos son odiosos.
Laura también le pareció odiosa. Pero al poco la perdonó. Y después volvió a odiarla. Y luego, bueno, luego no tuvo más remedio que quererla, como se decía a sí mismo, no tenía otra opción con ella
Ahora que no la quería, que había dejado de amarla empezó, sin querer, a odiarla. Fue por las pequeñas cosas. Por el pintalabios olvidado que hay que colocar. Porque nunca ordenaba el tercer cajón de la cómoda. Porque llegaba tarde.
Pero sobre todo la gran razón para odiarla fue la pregunta, la duda. ¿Y si no me quiere? Si no le quería, qué hacían los dos juntos, por qué hacían el tonto. Sabía Rubén que esa no era una razón para odiarla. El hecho de que ella no le quisiera. Que si eso sucedía era por su propia culpa, por lo que él hiciera, y no culpa de Laura, pero no podía evitarlo.
¿Y si no me quiere? Y la odiaba un rato, con furor, se levantaba, iba al baño, gritaba. Respiraba hondo. Trataba de relajarse. ¿Cómo saber la respuesta a esa pregunta? ¿Y por qué esa pregunta? ¿Qué importancia tendría que ella no le quisiera? ¿Qué importancia ahora que él no la quería?
Esa nueva duda se instaló en su cabeza. Trató de ahuyentarla de su cabeza. Estaba muy cansado de ideas repetitivas. Últimamente todo le hacía hueco y se quedaba. Unas ideas sustituían a las otras sin solución de continuidad. Esta vez tampoco pudo deshacerse de la duda.
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