Íbamos Felipe y yo a un gran almacén, centro comercial o como quieran ustedes llamarlo para comprar la tarjeta del canal de fútbol. Íbamos, como imagináis, super contentos porque nos íbamos a pasar los fines de semana tirados en el sofá, chupando birras y viendo fútbol. No hay mejor plan.
El gran almacén en cuestión es muy grande. Muy grande. Tanto que Felipe y yo nos perdimos. Durante casi dos horas. Como somos hombres no preguntamos y pensamos que en cualquier momento podríamos, nosotros solos, el camino correcto a la venta de la tarjeta en cuestión.
Pasado este tiempo comenzamos a tener hambre. Felipe llevaba pan duro en los bolsillos porque le gusta tirar miguitas de pan a las palomas para atraerlas y luego intentar, con el medio de que disponga después, acabar con ese infame volátil. Pero el pan con pan, además duro, siempre ha sido una comida poco propicia, por más que nosotros seamos tontos y por tanto sea nuestra comida ideal. Guardamos pues el pan.
Seguimos andando pero de repente nos llegó un olor fabuloso. Y lo seguimos. Seguro que aquello nos llevaba a comida. Como Felipe tiene un olfato prodigioso nos guió a través de la maraña de puestos, stands, vendedoras, etc. Y llegamos al fin al lugar del que salía aquel olor.
Pero para nuestra desgracia no era la sección de alimentos, ni siquiera la de gourmets. Era la zona de perfumería. Aquello que olía también eran las cremas de zanahoria, aguacate, melón, y otras futesas maravillosas.
Había allí un champú de chocolate y naranja que no decía, lávate el pelo, sino cómeme. Ni Felipe ni yo somos el gran superviviente de la tele. Pero hicimos de tripas corazón y abrimos un bote de crema a base de tomate y mojamos el pan duro. ¡Qué rico! Nos supo a gloria.
Una dependiente vino rápidamente y nos dijo, ¿quieren los señores acompañar el tentempié con alguna bebida? Y nos ofreció un taponcito de champú de maracuyá que nos supo a gloria.
Probamos varias cremas más aconsejados por aquella mujer, que mirándonos fijamente la cara nos dijo luego, ustedes necesitan un exfoliante. Felipe, que es un poco bruto dijo, no creo, yo ya soy un ex – foliante. Antes lo hacía pero ahora ya no. ¿Está usted interesada en cambiar esa condición mía?
¿Cómo acabó la cosa? Pues no compramos la tarjeta. Pero sí varios botes de exfoliante que Felipe y yo desayunamos cada día. Sabe a mandarina y está buenísimo. La muchacha se ha encaprichado con Felipe. Y moja también galletas en el exfoliante. La vida es la vida.
El gran almacén en cuestión es muy grande. Muy grande. Tanto que Felipe y yo nos perdimos. Durante casi dos horas. Como somos hombres no preguntamos y pensamos que en cualquier momento podríamos, nosotros solos, el camino correcto a la venta de la tarjeta en cuestión.
Pasado este tiempo comenzamos a tener hambre. Felipe llevaba pan duro en los bolsillos porque le gusta tirar miguitas de pan a las palomas para atraerlas y luego intentar, con el medio de que disponga después, acabar con ese infame volátil. Pero el pan con pan, además duro, siempre ha sido una comida poco propicia, por más que nosotros seamos tontos y por tanto sea nuestra comida ideal. Guardamos pues el pan.
Seguimos andando pero de repente nos llegó un olor fabuloso. Y lo seguimos. Seguro que aquello nos llevaba a comida. Como Felipe tiene un olfato prodigioso nos guió a través de la maraña de puestos, stands, vendedoras, etc. Y llegamos al fin al lugar del que salía aquel olor.
Pero para nuestra desgracia no era la sección de alimentos, ni siquiera la de gourmets. Era la zona de perfumería. Aquello que olía también eran las cremas de zanahoria, aguacate, melón, y otras futesas maravillosas.
Había allí un champú de chocolate y naranja que no decía, lávate el pelo, sino cómeme. Ni Felipe ni yo somos el gran superviviente de la tele. Pero hicimos de tripas corazón y abrimos un bote de crema a base de tomate y mojamos el pan duro. ¡Qué rico! Nos supo a gloria.
Una dependiente vino rápidamente y nos dijo, ¿quieren los señores acompañar el tentempié con alguna bebida? Y nos ofreció un taponcito de champú de maracuyá que nos supo a gloria.
Probamos varias cremas más aconsejados por aquella mujer, que mirándonos fijamente la cara nos dijo luego, ustedes necesitan un exfoliante. Felipe, que es un poco bruto dijo, no creo, yo ya soy un ex – foliante. Antes lo hacía pero ahora ya no. ¿Está usted interesada en cambiar esa condición mía?
¿Cómo acabó la cosa? Pues no compramos la tarjeta. Pero sí varios botes de exfoliante que Felipe y yo desayunamos cada día. Sabe a mandarina y está buenísimo. La muchacha se ha encaprichado con Felipe. Y moja también galletas en el exfoliante. La vida es la vida.
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