¿A quién no le ha ocurrido que de repente por una razón o sin ella ha empezado a reírse, de una manera desmesurada, incontrolable? ¿Quién no se ha quedado al borde mismo de mearse de risa en los pantalones? ¿O directamente se ha meado? ¿Cómo puede esa sensación humana ser tan placentera? (No la de mearse, que es placentera para algunos, sino la de reírse que lo es para todos.) No lo sé, pero así es.
Ayer, en dos ocasiones, me partí de risa por razones un poco tontas, pero que no sé por qué llegaron directamente a mi centro de la risa y no pude reprimirme. La primera fue por la mañana, recién llegado al trabajo y aparcado en el Cementerio de Toledo (no soy enterrador, por si alguien se lo pregunta). Un chiste tonto en la radio dijo: - ¿Qué tal con tu novio? – Es un sol. - ¿Tan majo es? – No, es que todos los días sale y se pone. Y empezó la risa sin poder parar. Imaginaos en el cementerio riéndome a más no poder y deseando que nadie me viera para que no pensara nada raro.
Tanto fue que decidí compartirlo con una amiga, a la que no le hizo tanta gracia. Pero lo cierto es que después me seguía partiendo, como un tonto, como con ese otro chiste de los osos, que ahora por más que intento ni recuerdo.
La segunda vez fue en clase de gimnasia. Sara, mi fantástica profesora, tiene una manera muy particular de decir ocho y nueve. Los dice como en una sola sílaba, es una cosa adorable pero no muy divertida. Hacía mucho que no la escuchaba decir esas palabras y ayer al oírla me entró de nuevo el ataque de risa y tuve que dejar de hacer abdominales (vale que yo con cualquier excusa dejo de hacerlas pero esta vez fue con motivo). Ahí estaba yo, partiéndome de una tontería mientras todo el mundo sudaba y se quejaba y suspiraba maldiciendo a Sara y sus ochos y nueves que sólo son la mitad hasta el quince o el veinte.
Y ¡qué bien se lo pasa uno cuando se ríe! ¡Aunque sea por una tontería que no le haga gracia a nadie más!
Ayer, en dos ocasiones, me partí de risa por razones un poco tontas, pero que no sé por qué llegaron directamente a mi centro de la risa y no pude reprimirme. La primera fue por la mañana, recién llegado al trabajo y aparcado en el Cementerio de Toledo (no soy enterrador, por si alguien se lo pregunta). Un chiste tonto en la radio dijo: - ¿Qué tal con tu novio? – Es un sol. - ¿Tan majo es? – No, es que todos los días sale y se pone. Y empezó la risa sin poder parar. Imaginaos en el cementerio riéndome a más no poder y deseando que nadie me viera para que no pensara nada raro.
Tanto fue que decidí compartirlo con una amiga, a la que no le hizo tanta gracia. Pero lo cierto es que después me seguía partiendo, como un tonto, como con ese otro chiste de los osos, que ahora por más que intento ni recuerdo.
La segunda vez fue en clase de gimnasia. Sara, mi fantástica profesora, tiene una manera muy particular de decir ocho y nueve. Los dice como en una sola sílaba, es una cosa adorable pero no muy divertida. Hacía mucho que no la escuchaba decir esas palabras y ayer al oírla me entró de nuevo el ataque de risa y tuve que dejar de hacer abdominales (vale que yo con cualquier excusa dejo de hacerlas pero esta vez fue con motivo). Ahí estaba yo, partiéndome de una tontería mientras todo el mundo sudaba y se quejaba y suspiraba maldiciendo a Sara y sus ochos y nueves que sólo son la mitad hasta el quince o el veinte.
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4 comentarios:
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jejejejejejejeje.
Es cierto, a mi me pasaba bastante a menudo, aunque no últimamente.
En cuanto al chiste, pues a mi me ha hecho reir!
Sí, es muy bueno.
Y Rubén tiene toda la razón, hay veces que la risa es intratable. Yo recuerdo una vez de pequeño, con mis amigos en misa que tela...
Ves, ya me ha vuelto a pasar, Julio Vegas en misa, es que no puedo parar de reír.
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