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sábado, marzo 28, 2009

BREVE HISTORIA DEL CORAZÓN, seis

Al llegar a casa las iba apuntando, como un escolar hacendoso, en un cuaderno de cuadros. No sabía por qué, a qué se debía esa afición extraña y estúpida de consignar cada hecho. No tenía nada de literario, era más bien literal. Tenía docenas de cuadernos que a veces por las noches abría y leía recordando el pasado, contándose historias a sí mismo como si no las conociera.
El profesor de literatura, era eso entre otras cosas, hacía cursos de psicología. No los hacía para mejorar sus capacidades interpretativas de los textos, ni para entender mejor la realidad (a eso sabía que no podía llegar). Los hacía por un afán de conocer que siempre había llevado dentro. Quería saber cómo era el resorte de cada cosa. Por eso mismo desmontaba todos los cachivaches que encontraba.
Trataba después de volver a montarlos siguiendo el orden de muelles, tornillitos, espirales, tapas o lo que fuera. Tenía mucha práctica y ya le salía fácilmente. Desmontaba y volvía a montar. Con una maestría que aquel que le viera no podría dejar de aplaudir.
Aún así, a ese gusto por saber por conocer, sabía que había cosas que no podría nunca saber. Y eso le gustaba, le parecía bien no entender muchas cosas, que aún quedaran misterios. En parte porque es bueno que haya cosas que no se sepan, en parte porque siempre quedaría algo por saber.
No sabía nada de anatomía, por ejemplo. Le fascinaban los movimientos internos e involuntarios del cuerpo. Los impulsos eléctricos del cerebro. O los latidos del corazón. A cuatro tiempos. Sístole por un lado. Diástole por el otro. Sístole por el lado contrario. Diástole final. El corazón, un músculo pequeño, mínimo, que manejaba todo el cuerpo, la circulación de la sangre, la vida.
Y que, como representación, como símbolo, representaba algo más. La vida íntima de las personas. Sus pasiones. Sus secretos también. Las aceleraciones y desaceleraciones del corazón. Cómo iba rápido en un momento y lento en otro sin motivo aparente para el cuerpo que seguro se preguntaba qué pasaba.
Y lo que pasaba era tonto, era simple. Al otro lado había alguien. Y el corazón, un músculo simple y pequeño, tenía por eso más trabajo que el de costumbre. Latía más. Más deprisa. Sin fin. Sin que ese exceso de sangre sirviera realmente para algo.
El coche del profesor iba a adelantar al camión. La carretera era buena. No venía nadie. A mitad del adelantamiento apareció un coche enfrente. Me da tiempo. Me da tiempo. Pero quedaba la misma cantidad de camión y el coche estaba cada vez más cerca. Pensó en el accidente, en el final. No tenía miedo. Estaba frío. No sentía nada.
Pero el coche milagrosamente pasó a su lado. Tres coches en dos pequeños carriles. Uno de ellos un camión. Era un milagro. El conductor del coche siguiente, el que le adelantó después, un coche de empresa, una inmobiliaria, le dijo con la mano, vaya suerte, para habernos matado.
El conductor del camión olvidó rápido lo ocurrido. Habían estado a punto de morir los tres por culpa del torpe del adelantamiento, pero habían salido de esa. No sabían cómo. Llamó a su mujer y la dijo que la quería. Llamó a su amante y le dijo que estaría con ella en una hora. Su corazón latía deprisa. Estaba nervioso. Y excitado. La muerte le había dado ganas de vivir.


Resortes, piezas, muelles, entendimiento

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